sábado, 8 de diciembre de 2012

Oda a la (im)perfección


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 A nosotros no nos iba a pasar. Las guerras y las penurias se habían quedado en las memorias de los abuelos como si fueran malos sueños pasados y superados, como si fueran las penas que sentimos, en la adolescencia, cuando nos dejó la primera novia llorando bajo la lluvia.

Íbamos a sonreír y a tenerlo todo. Nos lo merecíamos todo y estudiábamos pensando en esa recompensa que nos habían prometido por ser nosotros. Nos creímos que habíamos tenido la suerte de nacer en el lugar perfecto mientras sentíamos compasión por África y esperábamos el momento de darnos el chapuzón en nuestra piscina, conducir nuestro deportivo, ver brillar la piel de nuestra pareja y valorar esos como nuestros objetivos. "Tener o ser" es un libro que sólo leímos para las clases de filosofía de BUP.

Así que nos hicimos ingenieros, abogados, médicos, profesores, investigadores, físicos como los que habían llegado a la luna cuando casi no habíamos nacido.

La primera bofetada llegó cuando, casi donde creímos que era el final del camino, había demasiada gente. Nuestro título debajo del brazo era la axila de los demás. Nos devoramos dos máster. Aprendimos idiomas. Algunos hasta se pusieron serios cuando no sabían elegir entre la camisa de cuadros con la que iban a oir los discos de Nirvana, la corbata del último traje o esos tacones que acompañan a la camisa blanca y el pantalón negro de alguna voraz mujer trabajadora.

Hicimos deporte. La mayoría dejó de fumar. Rellenamos las clínicas para blanquearnos los dientes y la depilación láser bajó de precio. Todavía existían días en los que el Hola era un lugar donde podría aparecer nuestra casa.

Creímos que ese primer trabajo era un lugar transitorio, un trampolín hacia la verdad de la perfección por la que habíamos luchado y aquella chica de largas piernas un trampolín hacia nuestra perfecta media naranja. Aquel buen muchacho que tanto te quería era el entretenimiento hacia un muchacho mejor. Indeterminado, pero mejor.

Y un día nos dimos cuenta que no era así. Apareció un monstruo de siete cabezas echando hipotecas subprime por la boca. Ni siquiera nos habían contado la posibilidad de que nada pudiera reventar, que nadie nos abandonase, que ese trabajo transitorio fuera eterno o que fuera el último. Nadie nos enseñó a tener que conformarnos porque nos dijeron que podíamos subir hasta la cima de la montaña que nos mereciéramos y que los que se quedaban por el camino eran perdedores. Ninguno quisimos perder pero tuvimos que aprender a perder.

Si es que perder era eso.

Pero no lo es.

 Es cierto que los sueños de una generación se han roto en mil pedazos, que doctorados en matemáticas ponen una loncha de queso en medio de un Big Mac y que los ricos y los nobles están viviendo una nueva edad media con sus latifundios capitalistas. Recibo llamadas llenas de resignación que me preguntan el lugar donde está la meta que les prometieron que iban a cruzar, el final feliz de la comedia romántica que debía ser su vida. Recibo mensajes que supuran tedio y me dejaron mil veces por no ser quien quise o debí de ser.

Perder es creer que esa es la única opción, la única forma de ser feliz y que si la perfección, como un blanco nuclear, no llega, entonces todo lo que queda es negro.

En mis momentos más felices no aparecen coches caros ni casas grandes. Nunca sueño con trabajos en empresas infinitas. Eso lo puedo asegurar. Aparecen los calambres de los abrazos y la paz de las miradas cómplices. Aparecen los pequeños triunfos con mis compañeros del curro, que no del trabajo. Aparece la sensación del viento en la cara. Aparece la voz de mi madre y una rabieta de mi sobrina. Aparece, incluso, el agua de la ducha golpeando donde empieza el cuello.

Aparece ese día en el que empecé a pensar que, como un jugador de tercera que no acepta una oferta de un equipo de champions, la imperfección es la base de la felicidad o que la perfección era otra cosa mucho menos cuantificable.



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